jueves, mayo 28, 2009
domingo, mayo 24, 2009
Ayer me encontré a Marisa y había perdido su sonrisa.
Marisa es esa niña que todos fuimos algún día, al menos unos segundos de nuestras vidas. No es como los demás niños. Viste siempre con unos zapatos desgastados cuyos cordones, dice ella, quieren escaparse, por eso siempre acaban desabrochándose.
Marisa siempre sonríe, y sin embargo, siempre está sola. Su único amigo es su abuelo, un viejo lobo de mar que se resiste a dejar la gorra de capitán. Es curioso verlos juntos. Siempre caminan igual, con las mismas grandes zancadas. Y con los mismos zapatos desabrochados.
Marisa no tiene padre ni madre. Ella murió al dar a luz, y él, dicen, se volvió loco y un día cogió su maleta y se marchó. Yo le llamaría cobardía. Pero quien sabe. Así que Marisa se quedó sóla con su abuelo.
A diferencia de los niños de su edad, Marisa va a casi cualquier sitio sola. Se pasa el día en la calle, haciendo recados o simplemente tumbada en la hierba del viejo parque junto al muelle, porque dice que le gusta ver llegar a los barcos oxidados que llevan al desguace. Son barcos tristes, dice, y por eso quiere hacerles compañía.
Así que cuando nadie mira, Marisa se introduce en los viejos cascarones rotos y juega a ser pirata por última vez. En todos y cada uno de los barcos. Marisa es única.
Yo creo que Marisa no tiene amigos porque los niños de hoy en día no la comprenden. Ella se tumba horas y horas viendo las nubes, jugando a buscar formas, y eso, para los niños de las videoconsolas es demasiado aburrido. Pero ella no se deja llevar, y le da igual ser diferente a los demás.
Pero ayer, cuando llegué al muelle, la vi sentada en el columpio oxidado, cabizbaja. Me senté a su lado y le pregunté qué le pasaba. Me dijo que un niño le había dicho en la escuela que iban a cerrar la empresa de desguaces, y que por lo tanto, ya no vendrían más viejos barcos a morir al muelle. Le dije que no se preocupara, que todo se arreglaría, pero hasta a mí me sonaban huecas las palabras.
No me quedé tranquila así que fui al puerto a preguntar. Después de varias malas contestaciones me dijeron que quieren construir un centro comercial, de esos con luces, grandes cines, tiendas de ropa y máquinas expendedoras de sonrisas. Pagando, claro. Y no me lo quise creer, no me lo quiero creer.
Pobre Marisa... tendré que encontrarle un nuevo refugio donde jugar a los piratas.
sábado, mayo 09, 2009
Tengo un encargo, de mi abuela: tengo que redactarle un documento para que, el día que se muera, pueda ser incinerada.
No me lo pidió ella expresamente, pero como se que a mi hermana estas cosas le cuestan más pues me ofrecí yo misma para hacerlo. Habrá quien lo vea macabro, es lógico, pero se puede ver también desde el otro lado del espejo: algo bonito que hacer por mi abuela. Quiere esparcir sus cenizas en un acantilado para caer al mar (aunque esto sea ilegal). Y se ve que para incinerarse hay que tenerlo bien preparado de antemano, sino, al nicho de cabeza. O de pies.
A mi me cabrea mucho el tema. Resulta que si te quieres enterrar en tu jardín, debajo de un árbol, no puedes. También está prohibido tirar las cenizas por ahí, hacer tu cementerio particular o quemarte en una barca como hacían los viquingos. Prohibiciones y más prohibiciones.
Resumiendo... sólo hay dos posibilidades: o te entierras en un horrible nicho de hormigón, o te incineras y dejas las cenizas en una urna bien colocadita encima de la chimenea. Y a mí no me va ni lo uno ni lo otro. Y me repatea mucho que nos obliguen a sufrir con la muerte, que nos entierren en cementerios cristianos cuando te has pasado la vida despotricando de la Iglesia, que un cura diga cuatro estupideces en un entierro donde el 80% de la gente son cotillas que sólo buscan el morbo del momento.
Cuando murió mi tía, en el entierro, había demasiada gente desconocida, sobre todo señoras de negro que cuchicheaban por lo bajo. Muy ancianas para haber conocido a mi tía y no eran familiares. No me jodas. Y resulta que tiempo después fui a otro entierro y juraría que eran las mismas señoras.
Y el velatorio, tener que estar viendo una caja con el cadáver dentro que parece estar a punto de levantarse y decir: ¡Iros todos a casa y dejadme descansar ya! Pero claro, las tradiciones son las tradiciones, la religión, la cultura... demasiada mezcla explosiva de castigo, dolor, sangre y pinchos. Entonces es cuando más envidio sociedades donde la muerte no es dolor, la muerte es un paso natural de la vida y punto. No quiero decir que no debamos sufrir, es normal. Pero sufrir lo que nuestro cuerpo dicte, no lo que decida el cura. Señoras que guardan luto años y años y que luego, aunque tengan la posibilidad, no se vuelven a emparejar. Y no se trata de respeto a su marido, no. Es cuestión de egoísmo puro y duro, aunque suene extraño.
Visto lo visto, creo que dejaré bien atado cómo será el día de mi entierro. Algo del tipo: nadie de negro, la gente vestida de blanco, rojo o violeta. Muchas flores silvestres, que me entierren debajo de un árbol y que suenen mis canciones favoritas. Que mis amigos lean cosas escritas por ellos, que no haya cura, ni símbolos, ni nada. Que luego hagan una comida en la hierba, con mantelitos de cuadros y mermelada, mientras bailan, cantan y beben. Que las lágrimas sean las justas para dejar paso a las carcajadas y que finalmente, cuando vuelvan a sus casas, sólo se acuerden de mi para sonreír. Si, no estaría mal.
miércoles, mayo 06, 2009
Si alguien me preguntara qué parte del día me gusta más no lo dudaría: las mañanas. Me gusta ver cómo se reactivan las cosas: ves a las señoras camino del mercado, los comercios abriendo, los niños arrastrándose al colegio, gente haciendo footing, bici, dándose el primer baño del día en la playa... En los coches todo el mundo bosteza cuando se forman caravanas, y los insultos se quedan para más tarde, todavía están dormidos. Ssshh.
Y lo mejor de todo es la luz que hay, sobre todo en días como hoy, de primavera, que parece todo como recién lavado. Esta mañana me levanté temprano y fui a dar un paseo, llegué hasta la playa. Me senté en una roca a dibujar cuatro garabatos y mientras, de paso, veía a la gente pasar de un lado para otro. Todo hay que decirlo, estaba tranquilo y no había apenas gente, pero es divertido analizar a las personas sin conocerlas de nada. Pasaban señoras en grupo a paso rápido que hablaban a gritos, chicos con los cascos a todo volúmen, perros con sus amos, amos con sus perros. Pero lo que más me llamó la atención de todos fue un hombre. Iba descalzo, caminando por la arena, y llevaba en una mano una cámara de fotos de las buenas, con un objetivo enorme. Se puso en la orilla y empezó a sacar fotos al mar. Al barquito que llegaba, a un surfista, a una gaviota, al horizonte del atlántico. Así un buen rato. Luego se tumbó en la arena, sacó una libreta, y se puso a escribir. Cuando acabó, me miró, sonrió y se marchó.
Si, ya sé que no tiene nada de particular, pero aquel hombre era diferente. Era un Hemingway del siglo XXI, tenía un aspecto tan particular que sería de locos no fijarse en él. Me gustó pensar que todavía queda gente que rompe los moldes.
De camino a casa me crucé con Marisa. Un día os tengo que hablar de ella; es otra de esas personas que rompen las normas. Me sonrió, como de costumbre, y echó a correr. Llegaba tarde al colegio.
Ahora toca trabajar y sinceramente me cuesta bastante. No se me va de la cabeza aquel hombre y su manera de ver... no de ver las cosas, sino de mirarlas. A ver si tengo suerte y me lo vuelvo a encontrar mañana.
domingo, mayo 03, 2009
viernes, mayo 01, 2009
Camino de hierro II. Una ducha fría.
Llevaba esperando un buen rato. Por su culpa el cliente de la una se iba a largar por donde había venido. Aunque pensándolo bien, siempre podía agenciarse al hombre aquel de la máquina, no le vendría mal un alivio después de perder tanta pasta. O puede que aquel otro tipejo que fumaba descontroladamente. Tenía pinta de no haber pasado por una cama de una señorita en muchos años.
En estas estaba pensando cuando apareció. Iba muy bien vestido, elegante, limpio... ojalá fuesen así mis clientes, pensó. Se sentó junto a ella y le ofreció un cigarro. Parecía nervioso.
- ¿Tienes mi dinero?
- Aquí está todo- le entregó un sobre arrugado a la mujer, que de inmediato se dispuso a examinarlo.
- Bien, ¿qué quieres de mí?
- No tengo mucho tiempo, así que iré al grano: se que tienes un cliente, un tal Curtis, flaco, muy alto, ¿me sigues?
- ¿Ese cabrón? Si, claro que sé quien es. Un desgraciado, eso es lo que es.
- Necesito que le entregues una cosa.
- ¿Y por qué no lo haces tu mismo y me dejas tranquila?
De pronto la puerta del bar se abrió y un hombre de mediana edad bajó los escalones. Parecía buscar algo. Llevaba una gabardina negra y un sombrero de ala corta que le daba cierto aire misterioso. Era bastante atractivo, y su rostro, perfectamente afeitado, denotaba inteligencia. Se sentó cerca de la entrada y pronto sintió cómo les observaba. Su nerviosismo aumentó.
-¿Me estás escuchando? ¡Que por qué demonios no lo haces tú y me dejas en paz!
- Ssshhh, baja la voz, por favor. Yo... digamos que no creo que pueda hacerlo.
- Le tienes miedo.
- No se trata de eso.
- ¿Y entonces de qué? ¡Ya me estoy cansando de tanto misterio!
- Por favor, baja la voz. Es simple, tú haz lo que yo te diga, y recibirás el doble de lo que te he dado.
- Quiero el triple. O lo tomas o lo dejas.
- ....
- Tengo que ganarme la vida amigo.
- Está bien.
Sacó del bolsillo una libreta y escribió una dirección.
- Mañana ve por allí a las 12 del mediodía. Una mujer, mi... una mujer te abrirá la puerta. Dile que te de el dinero, que te envío yo. Y ahora atiende, por favor. No tenemos mucho tiempo. Toma, este paquete debes dárselo a Curtis. Él ya sabe lo que tiene que hacer. Dáselo cuanto antes, será lo mejor para ti.
- ¿Qué pasa, es una bomba o qué?
- Esto es serio. Hazme caso, cuanto antes te deshagas del paquete, mejor.
El ruido de la lluvia en la calle les hizo girarse hacia la entrada. Un hombre corpulento sacó de su abrigo una pistola. Disparó.
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El chico de los zapatos había caído contra la pared, bañándola con su sangre. El impacto de la bala había sido certero y sus sesos estaban esparcidos por todas partes. La mujer de rojo no dejaba de gritar, y se agarraba al hombre de la tragaperras. El camarero ya estaba llamando a la policía, y el de las cartas estaba en tal estado de shock que el cigarro se le consumió en la boca hasta quemarle.
A los 10 minutos apareció la policía. Nos interrogaron. No dije la verdadera razón por la cual me encontraba en aquel tugurio. Más valía ser precavidos, los policías eran unos desalmados que buscaban demasiado pronto la gloria. Nos retuvieron allí una hora. Finalmente nos dejaron salir.
Fuera seguía lloviendo. En aquella maldita ciudad nunca dejaba de llover. Vi que la mujer apresuraba sus pasos y decidí seguirla. Con la que estaba cayendo y no llevaba ni una simple cazadora. Su piel blanquecina se estaba volviendo roja con el frío. Me acerqué a ella.
- ¿Me permite dejarle mi gabardina?
- No. Déjeme en paz.
- Señorita, no me gusta ver que una dama pase frío. Por favor.
Le puse la gabardina por los hombros.
- Terrible, ¿verdad? ¿Era amigo suyo?
- No. No le conocía de nada.
- Pero sin embargo estaban hablando juntos.
- Que pasa, ¿no se puede hablar con un cliente?
- Disculpe pero dudo que fuese su cliente. No era de ese tipo de gente.
- ¿Qué insinua?
- Nada, nada. La acompaño a casa. Espere que paro a un taxi, está lloviendo demasiado.
- Prefiero ir andando. Y si me hace el favor, seguiré sola. Tome su gabardina.
- Una lástima, me hubiera gustado seguir conversando con usted. Aquí tiene mi tarjeta, cualquier cosa, no dude en llamarme. Tengo la impresión de que nos volveremos a ver.
- ¿Qué clase de hombre es usted?
- Uno que intenta ayudarla. Que pase usted una buena noche, señorita.
La vi alejarse bajo la luz de las farolas. Menudo aguacero. Cuando llegué a casa eran las 3 de la madrugada. Me desnudé y fui directo a la ducha. Necesitaba despejar la mente. Tenía que aclarar muchas dudas. Ya en la cocina, cogí una cerveza y me tiré en una silla.
En momentos como este, es cuando más echaba de menos a Susan.
(Continuará...)