Imagina un paisaje nevado. Una llanura inmensa que termina en una cordillera escarpada que se pierde en el horizonte. Los copos caen lentamente, como si la escena estuviese congelada en el tiempo. A tu alrededor sólo un par de árboles desnudos, quebradizos, que huyen con sus ramas del duro invierno. Estás desnudo, pero no sientes frío. Sólo soledad.
Tristeza.
Escuchas el silencio, el silencio de la llanura, del cielo plomizo, de lo estático.
Tus pies se hunden en la nieve.
A lo lejos ves una mancha negra que se acerca, volando. Es un cuervo. Sus plumas brillan al contraste con la nieve, y sus grandes alas se mecen en la suave brisa creando un camino de matices negros en el horizonte. Se apoya en una rama, a tu lado. Te observa con inteligencia.
Le sonríes, y él se acerca más, mientras de su pico cae algo brillante y amarillo. Te acercas y compruebas que es un grano de maíz. Algo aparentemente tan pequeño, tan insignificante... Te agachas a cogerlo y de pronto todo cambia.
La nieve se ha convertido en un inmenso campo de flores amarillas. Los árboles cargados de fruta descuelgan de sus ramas los trinos de los pájaros, y el cielo azul cobalto refleja tu sonrisa. Tu cuerpo se calienta con los rayos del sol e instintivamente te dejas caer rodando por la colina. Exhausto, te incorporas y ves a lo lejos una mancha que se acerca. Es una mujer. Su cuerpo desnudo parece jugar con tu mirada, un auténtico laberinto que avanza hacia ti. Su larga melena negra se ondula con el viento como si de pinceladas en un lienzo se tratara. Se acerca a ti y abre su puño cerrado. Un grano de maíz brilla bajo el sol.
Te sonríe, y sientes que la soledad se desvanece poco a poco, como los últimos granos en un reloj de arena.