Qué miedo dan los sueños, ¿no sería mejor dejarlo en eso, en sueños perdidos por los callejones de la mente, deseosos de escapar, pero sin hacerlo? Porque ante los sueños pende el hilo de la decepción. Creamos una utopía futura en la que vivir, olvidándonos incluso de vivir nuestro presente, para que al final, un día, cumplamos ese sueño. Y entonces llegue la decepción de ver que el azul ya no era tan azul, ni el mar tenía aquel olor a sal que tanto deseábamos.
Así que me propongo no vivir de sueños, sino vivir mi propio sueño. Y no, no es lo mismo. Negaré el futuro hasta que no lo viva como un presente, y anhelaré cada instante como si fuese el último. Saldré a la calle cada día con la mejor de mis sonrisas, aunque cueste, porque estaré en ese mundo en el que me siento segura, mi propio sueño del que soy un granito de arena en un desierto de montañas. Los océanos serán mi horizonte, y las estrellas, las guías en un camino empedrado de sonrisas y lágrimas.
Mi refugio contra el dolor, ése que golpea incesantemente, será la isla a la que huyo, con sus playas blancas y el oleaje golpeando en los arrecifes de coral. Y los bosques se abrirán a mí plagados de frutas exóticas, de verdes praderas y de carreteras estrechas, y las casitas, dispersas y de madera, servirán en sus porches tazones de chocolate a la luz de un sol blanco.
Me voy pues, dejando atrás el dolor y buscando un mañana.