Pinceladas gruesas que se pierden en la mañana soleada. A un lado, un abedul de dimensiones considerables mece sus ramas al ritmo del viento. Las hojas juegan a crear luces, oscuras por una cara, blancas por la otra. Como confeti en una tarde de fiesta. El sonido que producen al rozar unas con otras crea una melodía pausada y rítmica. La hierba crece abundante y alta, cubriéndote hasta las rodillas, y dificultándote cada paso que das. A lo lejos, el murmullo del agua te recuerda que hay un pequeño río cruzando el fondo del valle. El sol emerge detrás de las colinas, en el horizonte, desperezando cada uno de sus rayos del sueño nocturno. Las nubes corren veloces con el viento, llevando con ellas las luces y las sombras cada vez que pasan frente al sol, una y otra vez.
Huele a tarta de arándanos que alguien haya dejado enfriar en el alfeizar de la ventana. Tienes todos los sentidos expectantes, acaparando cada sensación como si fueses un recién nacido que emerge al mundo con la curiosidad debajo del brazo.
Junto al árbol yace un perro. Está tumbado, pero la cabeza medio erguida parece husmear el viento. Su pelo blanco y negro brilla con el sol, una mancha entre la espesura verde.
Un pájaro observa la escena desde un peñasco cercano. Su cuerpo inflado por el fresco de la mañana te recuerda a una bola de algodón. Sonríes al verlo. Buscas una piedra cómoda y te sientas. Entre las cosas de tu mochila, sacas con delicadeza un viejo cuaderno de dibujo, y sacándole punta al lápiz desgastado, empiezas a dibujar la escena.