Detalles... detalles ínfimos, pequeños, insignificantes a ojos de los que aman lo vistoso, lo grande, lo caro... Pero la vida está llena de esos rinconcitos donde pararse, donde poder escudriñar un poco más de lo que somos y de lo que queremos llegar a ser. Porque ya que estamos aquí de paso, no dejemos que el tiempo corra, vuele, sin dejar de disfrutar cada segundo que la naturaleza nos brinda.
El otro día, mientras el cielo lloraba y la gente se apresuraba a resguardarse en oscuros cafés, frené mis pasos. Me quedé quieta en mitad de la plaza, observando el cielo. Sentía la lluvia humedecer mis ropas, mi rostro y mi alma, y sentí una paz que hacía tiempo que no sentía. Me dejé llevar por el sonido de la tormenta, y cerré los ojos. Sólo los escalofríos me hicieron volver a la realidad. Pero... ¿qué realidad? Porque yo ya no era la misma, había pasado la valla que separa lo correcto de lo incorrecto, lo racional de lo irracional, había cantado con la lluvia y había dejado en el cajón el reloj y sus malditos segundos, minutos y horas. Frené mi vida, frené a todos los que quisieron frenar conmigo, y allí descubrí que cuando nos lo proponemos, podemos ser invencibles, como cuando éramos pequeños y soñábamos con ser superhéroes.
Y al volver vi dolor y sufrimiento en los rostros ajenos, vi rabia y orgullo, y sentí pena.
Entonces, en silencio, recogí mis cosas y desaparecí.