lunes, septiembre 15, 2008


Un árbol rojo meciéndose con el viento... Asomo la cabeza por la ventana, respirando con fuerza, y saco un brazo. No llueve, todavía no. Me pongo el abrigo, largo hasta los pies, y me coloco la bufanda. Cojo el paraguas y abro la puerta de la calle. Una bocanada de aire frío recorre mi cuerpo. Quizás debiera esperar... pero no, ahora es el momento.

Camino apresuradamente, bajo la atenta mirada de los cuervos que descansan en la verja de la casa. Mis pasos van formando ecos en el camino, y dejan pequeñas huellas en el barro. Debería apresurarme... Miro hacia atrás y veo cómo poco a poco la casa se hace más pequeña, y como va cambiando el paisaje. Los árboles desnudos se cierran a mi paso, como queriendo abrazarse los unos a los otros. Si, se abrazan... casi puedo sentir su aliento en mi nuca, susurros lanzados al viento, como pequeñas mariposas en días de tormenta.


De pronto, los árboles se abren y el camino se ensancha. Y la puedo ver. Allá, a lo lejos, la colina. Su color en otro tiempo verde se ha vuelto marrón, gris, el color de la tristeza de los inviernos, de la dureza del frío. Su silueta se recorta contra el cielo bruscamente, y el pequeño sendero de guijarros se abre paso hasta la cima. Una gota cae sobre mi frente y se deja ir, resbalando sobre mi nariz, hasta que salta al vacío. Una segunda gota golpea con dureza mi mano, que sujeta con fuerza el paraguas cerrado, y me produce un escalofrío. Está empezando. Debo darme prisa.

Mis pasos, antes apresurados, se vuelven una carrera, y pronto me encuentro subiendo la loma, sintiendo el latido de mi corazón desbocado, y con la única compañía de mi entrecortada respiración. Ya falta poco, unos pasos más y estaré arriba. Al fin lo consigo, y sin pensarlo, me tiro sobre la mustia hierba. Cuando recobro la respiración, me levanto y observo a mi alrededor. Las nubes negras han ido formando un muro que no deja pasar la luz del sol, y la lluvia empieza a mojarme la cara, que se encoje de frío. Abro el paraguas y me resguardo bajo él.

Entonces le veo. Situado a escasos metros de donde me encuentro, un árbol me saluda. Es grande, y a diferencia del resto, todavía conserva sus hojas. Su tronco, grueso, enredado sobre sí mismo se ancla al suelo con numerosas raíces. Las ramas se mecen con el viento y con la presión de las gotas que cada vez caen con más fuerza. Es un árbol rojo, el único. Rojas son sus ramas y sus hojas, y su tronco, en distintas tonalidades de bermellón, acompaña al resto del conjunto. Cierro el paraguas y me acerco a él. Recorro mi mano por su corteza, rugosa y fría, y me dejo caer a su lado, apoyando la espalda en él.

Busco apresuradamente en el bolsillo de mi abrigo, y saco un papel arrugado. Aquella nota escrita con letra temblorosa me trae demasiados recuerdos.

"No te olvides nunca de mí. Prometo que volveré a buscarte"

Cómo olvidarle. Aquella nota, escrita el día en que se fue, y que encontré escondida en mi escritorio. Yo no le olvidaba, no le olvido, y cada día vengo hasta aquí, me siento y le espero. Porque sé que volverá. Me lo ha prometido.

2 comentarios:

Caufield dijo...

pelos como escarpias que chulo!

eres a mellor ñu, non deixes de escribir cousas tan bonitas! bikiños de pan

Caufield dijo...

e a ver cando nos vemos!
;)