sábado, octubre 25, 2008



Se la veia frágil.

Las mañanas frías y soleadas de invierno salía al jardín y se sentaba en el columpio, meciéndose suavemente bajo el tintineo de una campanilla. Aquella melodía se mezclaba con el aroma de las rosas y los jazmines que luchaban por acariciar los rayos del sol. Su tez pálida contrastaba con el negro de su viejo vestido, haciéndola parecer quizás todavía más irreal. Sus labios, ennegrecidos por el frío, simulaban tristemente una colina con profundos valles. Y sus ojos, grandes, oscuros, cansados, sin ganas de vivir. Cuando la veía así, sentada en su columpio, con los pies rozando el viento, sentía lástima por ella. Joven, hermosa y sin embargo, como una marioneta rota, dejaba pasar sus días marchitándose poco a poco, como esa flor que viendo ya su infortunio venir, decide despojarse de su belleza y deja caer sus pétalos.

Hacía bastantes días que no la veía ni tan siquiera llorar, y eso me angustiaba más. Aquel silencio que la rodeaba la volvía más pequeña y débil. Frágil como el cristal.

Intentaba entretenerla con mis viejas historias, pero creo que ni siquiera me escuchaba. Un día recuerdo que le hablé del viejo barco que yo y Joey sacábamos a navegar los días de luna llena, en busca de las doradas. Cuando todavía la luna pendía del horizonte salíamos a navegar, pues era la única forma de atraparlas. Remábamos lentamente, bajo la atenta mirada de las estrellas y con el dulce sonido del mar meciendo nuestros corazones. Hablábamos en susurros, intentando no romper la magia. Y entonces salían. Al principio eran unas pocas manchas plateadas sobre el mar, pero poco a poco, cientos, miles de ellas salían a flote a venerar a la Luna. Las contemplábamos en silencio, hasta que Joey introducía la mano en las frías aguas y sacaba un hermoso pez. Entonces llegaba mi turno: con suma delicadeza extirpaba una de las bellas escamas doradas y la guardaba en una cajita de madera. Luego, Joey soltaba el pez, que nadaba de nuevo libre entre sus compañeros. Y así nos pasábamos el resto de la noche, hasta conseguir llenar la cajita. Aquellos tesoros los guardábamos, decía Joey, para algún día devolverle la sonrisa a quien lo necesitara.

Esa historia, a diferencia del resto, la escuchó con tanta atención que llegué a pensar que quizás ella fuese alguna de aquellas doradas, que reclamaba su tesoro esquilmado. Pero al acabar mi narración volvió a su habitual ensimismamiento.

Los días pasaban y su rostro se arrugaba por la tristeza a ojos vista. Hasta que un día, cuando llegué a su jardín con mi habitual paso cansado, no la encontré sentada en su columpio. Esperé, y esperé, pero no apareció. Con un extraño temblor en la muñeca llamé suavemente a su puerta. Nadie contestó. Giré el picaporte y entré a un pasillo en tinieblas. Pocas veces había estado allí, no le gustaban las visitas. La encontré tirada en una cama sin deshacer, con su viejo vestido negro aferrándose a su cuerpo en un intento desesperado de salvarla. Pero ya era demasiado tarde, la muñeca se había roto para siempre encerrada en una cárcel de dolor.

Y la cajita de madera que llevaba en mis manos se cayó al suelo, esparciendo las doradas escamas por todo el suelo de la habitación.

sábado, octubre 18, 2008


¿Una porción de nosotros puede demostrar lo que somos? Alegres, infelices, valientes, tiernos, desubicados, auténticas metamorfosis del alma en estado vegetativo. No, claro que no. Pueden analizarme, incluso psicoanalizarme, pero nadie sabrá al 100 % quién soy, qué soy. Una mesa con tapete, un brazo deseoso de fuga, una canción sonando de fondo. A mi lado, nadie, o todo el mundo. La parte no lo es todo, sin el resto, no es nada. Un mechón de pelo sobre el hombro, un vestido recién planchado, baldosas blancas (que no amarillas) y una canción sonando.

Un segundo capta la materia. Me dice hasta siempre, me susurra un adiós, un ya no volverá, que queda atrapado entre cuatro absurdas paredes de cartón. Yo soy esa, era, ya no. Ahora soy otra, y dentro de un segundo, otra. Ni mil disparos podrían captar qué somos. Y de fondo, sigue sonando aquella canción, que tampoco es, sólo era.

El día que alguien llegue a comprenderme del todo dejaré de ser.


domingo, octubre 05, 2008


"Supongo que podría estar bastante cabreado con lo que me pasó, pero cuesta seguir enfadado cuando hay tanta belleza en el mundo. A veces siento como si la contemplase toda a la vez y me abruma, mi corazón se hincha como un globo que está a punto de estallar, pero recuerdo que debo relajarme y no aferrarme demasiado a ella, y entonces fluye a través de mí como la lluvia y no siento otra cosa que gratitud por cada instante de mi estúpida e insignificante vida. No tienen ni idea de lo que les hablo, seguro, pero no se preocupen, algún día la tendrán."


Lester Burnham, American Beauty